Independientemente de la posición que se tome, la visita del Presidente de la República en las actuales circunstancias que vive el país a nuestra máxima Alma Máter tiene un profundo significado. Hubiera podido ser mayor, pero el acto en sí, protocolario o como se quiera mirar, es un hecho histórico.
Más allá de la estampilla con la cual se inyectarán recursos a las universidades del Estado, durante los primeros 5 años en un 65% para la Universidad Nacional de Colombia, el contexto de los
Diálogos de Paz
“Si en medio del conflicto, estamos haciendo estos esfuerzos, pues
imagínense la cantidad de recursos que podemos dar hacia la educación
si logramos terminar el conflicto”. Poco antes en su discurso había dicho algo que cualquiera de nosotros hubiera podido afirmar: si logramos la paz y podemos ir desviando los recursos que están
destinados a la guerra y dárselos a la educación, este país va a cambiar
fundamentalmente. El resaltado sobra decir que es mío, porque comparto plenamente esa sentencia. Es por eso que siento que en los puntos de negociación de La Habana no se tomó en cuenta uno crucial: la educación del futuro. Tal vez no le hemos dado la importancia que tiene en plena Era de la Información, en las llamadas Sociedades del Conocimiento (insisto: debería decirse del aprendizaje), para construir una Sociedad de la Sabiduría, el tipo de educación que debería primar. Más allá del puesto que ocupemos en las Pruebas Pisa u otras que se le parezcan, tener una sociedad funcional (dedicaré un espacio especial a ese concepto) es la aspiración máxima de un desarrollo a escala humana. Y la Universidad Nacional de Colombia, con todo su potencial, podría hacer contribuciones en las dos direcciones: para que las negociaciones lleguen a buen término, para que el postconflicto no nos lleve de nuevo a la guerra y para que podamos conformar el nuevo ethos que proponía la Misión CED, a lo cual nos hemos referido bastante en columnas anteriores.
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