domingo, 15 de diciembre de 2013

Tomás Alejandro Ordóñez de Torquemada

«El martillo de los contradictores, la luz de Colombia, el salvador de su país, el honor de su iglesia»
No encontré en la red su hoja de vida, pero con el segundo apellido ligeramente modificado (mal-donado) y solo su segundo nombre sí existe. Hace honor al encabezamiento, tomado casi literalmente de un periodista (se denominaban cronistas) de su época, Nicolás de Olmedo. No me voy a referir a él, honor que no merece, pero quiero destacar 3 columnas, de las muchas (al menos cientos, si no millares), de prácticamente todos los comentaristas y formadores de opinión, entre las cuales no he encontrado alguien que le defienda, al menos abiertamente. ¡Sí hemos progresado en la opinión en este país del Sagrado Corazón!, aunque no mucho  en la solución de los problemas más agobiantes.
Una de las columnas proviene del profesor Rodrigo Uprimny. Transcribo el primer párrafo:
"Es posible limitar los mayores riesgos institucionales de la Procuraduría y los peores excesos personales del procurador Ordóñez sin necesidad de reformar la Constitución; basta una corta ley de tres artículos." Recomiendo tenerla en cuenta a los que pueden aportar soluciones.
La otra es del periodista Alfredo Molano. Leerla nos ayuda a entender cuál es el fondo del problema.  Agrego el editorial de El Espectador, encabezado
¿Y Colombia?
"Deplorable, desde donde se le vea lo que sucedió esta semana que termina: el procurador Alejandro Ordóñez, como ya nos acostumbró con el uso taimado de ese poder exacerbado que tiene su cargo, tomó la decisión de destituir al alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, cortándole de tajo su carrera política durante 15 años. Un castigo fuera de toda proporción.
Y éste, con claro afán megalómano, decidió atrincherarse en el Palacio Liévano a levantar discursos incendiarios que, como el fallo, en nada ayudan a que se consolide una democracia sana en este país.
Ahí están pintados nuestros líderes, si es que la grandeza de ese término aplica. Así son. Que se serene el uno, que no crea que la indignación social se puede confundir con una ira colectiva peligrosa y dañina. Y el otro, que entienda que ya fue suficiente: el procurador Ordóñez, con esta decisión, colmó la paciencia de muchos sectores, y no sólo de sus críticos. Calculó mal. Creyó que podía seguir estirando la cuerda de su particular manera de utilizar el poder omnímodo de la Procuraduría para acabar con sus enemigos políticos o ideológicos, pero se le reventó. La democracia, por fortuna, cuando se abusa del poder hasta el extremo, como en este caso, pasa su cuenta de cobro. Y lo mejor que podría hacer, para evitarle más daños al país, sería abandonar prematuramente su segundo periodo.
Con toda seguridad, esa posibilidad ni siquiera pasa por su mente. ¿Y por qué, si ha hecho lo que ha querido y no ha tenido costos? Llegó a esta institución tan malsanamente poderosa con el apoyo de, incluso, quienes están en el otro extremo de su pensamiento: el propio Petro, el Partido Liberal... Y por si fuera poco, después de un primer período donde ya había sido patente el tamaño de su sinuosa utilización del poder para atacar minorías lejanas a su credo, beneficiar a sus copartidarios conservadores y ser implacable con sus contrarios, se presentó a la reelección y apenas un par, casi nadie, en el campo político se atrevió a oponérsele. Ni siquiera el Gobierno, que hoy mira atónito, le teme, y sufre de su empeño en echarle a perder el proceso de paz, fue capaz de proponer a un candidato fuerte en la terna de uno que terminó siendo la de Ordóñez. Inaudito. La institucionalidad del país rendida a los pies y a los caprichos de un malsano personaje.
Esa es la categoría de nuestra dirigencia, dedicada a la pequeñez de sus batallas personales. Porque este episodio es el más grave, mas no el único, de una larga lista de confrontaciones que no tienen otra característica que el egoísmo: ahí hemos visto al expresidente Álvaro Uribe trinando de la ira contra el gobierno de Juan Manuel Santos y a éste echando a la basura su karma inicial de “no pelear con Uribe”. O a los expresidentes Andrés Pastrana y Ernesto Samper, y de paso y por ellos, también a César Gaviria y a Horacio Serpa, recayendo todos en una pelea deplorable por hechos de hace 20 años. O a la contralora Sandra Morelli y el fiscal Eduardo Montealegre ventilando en público, más que sus reclamos jurídicos, el desprecio que se tienen mutuamente. ¿Y Colombia qué? ¿Se ha detenido alguno a pensar a dónde nos están llevando y cuáles son las consecuencias de sus particulares luchas políticas? ¿Puede alguno creer que sus batallas menores sirven para la construcción de un mejor país?
En momentos límites como este al que hemos llegado es cuando las sociedades deben demostrar su grandeza para corregirse. Bien han comenzado para detener el arbitrio. Pero para llegar a buen puerto necesitamos desarmar las almas y mandar al diablo los personalismos. Y en eso, ¡vaya si nos hace falta! Ojalá no sea demasiado tarde para concentrarnos y unirnos alrededor de propósitos comunes. El país lo merece."
Por la red podrán encontrar los lectores voces airadas y comentarios de todo tipo en los que nuestro "moderno dictador" no sale bien librado. Es difícil evaluar las consecuencias de tan deplorable suceso. Los comentarios salen sobrando. Más que el ¡Petro se queda!, con el que estaría de acuerdo así haya mucho que criticar a un alcalde que no es propiamente modelo de raciocinio desapasionado, debe imperar el ¡por favor, inhabilítese, procurador!, ya basta de quemar impíos, Señor de Torquemada, o ¡váyase al infierno!

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